27 de septiembre de 2007

Mueve tu cuerpo

Tengo 34 años de vida, 12 de periodista, tres de casado y una barriga ligeramente -repito, solo ligeramente, aunque muchos digan lo contrario- mayúscula que no hace juego con el resto de mi anatomía. Me considero un casi cegatón porque no puedo leer la placa de un carro a 20 metros de distancia y hace realmente mucho tiempo que no puedo ver una película completa, salvo el Perro Bombero y Los Increíbles, las favoritas de André, que ya casi me llega al muslo aunque tiene solo dos años y cuatro meses. Tragón por naturaleza, normalmente ando con pocos soles en la billetera y las rayas del blue jean siempre bien marcadas gracias a la dedicación de Carolina.

Sin embargo, a diferencia de mi hijo y de mi esposa, tengo un oído privilegiado. Escucho hasta cuando dos moscas conversan y a veces eso es un problema porque, de escuchar tantas cosas, la paz se acaba cuando uno menos lo espera y empieza el sonido de las bombas en la cabeza y el corazón. Pero más allá de los ruidos internos, los externos son los eternos. Hasta de noche, cuando Carol y André duermen y yo trato de entrar al sueño mirando el techo, oigo que el vecino llegó tardísimo a su casa e intenta pasar piola tratando de no hacer mucho alboroto con las llaves y las pisadas, y escucho hasta las bromas que se hacen los basureros nocturnos a la hora que el camión pasa recogiendo los desperdicios del barrio.

Pero lo que nunca deja de sorprenderme es cómo puedo recordar la tonada (lean bien: digo tonada y no letra) de una canción que haya escuchado al menos una vez. Quizá exagere, pero de un momento a otro me veo repitiendo el coro de la salsa que escuché en el taxi, la balada que oí en el supermercado o el cántico de la barra que rugió en el estadio.
Por eso cuando me ametrallan por la radio, en las fiestas o donde sea con una canción, me convierto en un autómata de la misma, es decir, en un parlante más, iletrado y desentonado, del 'hit' del momento.Todo eso sucede pese a que me considero un analfabeto musical porque de autores y compositores sé tanto como de física nuclear. Y eso me está pasando con la bendita Culebrítica. Vaya usted a saber qué grupo la grabó (sí, ya sé, el Grupo 5), pero esa mezcla de tecnocumbia acelerada con ritmos negros que escuché hasta la saciedad en mi reciente viaje a Pucallpa es tan pegajosa que la tarareo no solo en la ducha. Lo hago en la mesa, en la combi y hasta en la cama.



Se la tarareo a André y él la baila como experto, moviendo el potito sa sa sa, moviendo el potito sa sa sa, mueve tu cuerpo, mueve tu cuerpo, girando, girando... Y mi mamá, con su columna adolorida y todo, gozó, moviendo el potito sa sa sa, moviendo el potito sa sa sa, el 8 de agosto en su cumpleaños y espero que también la goce el próximo año. Y a mí no me queda otra que acompañar mi robótico cantar con un cada vez menos torpe movimiento de cadera al ritmo de la inacabable Culebrítica. Felizmente que Carol me ayuda, porque si no.... ¿Y ustedes ya la bailaron?

22 de septiembre de 2007

Tierra caliente

Apenas bajé anoche del avión, Pucallpa me recibió con un vapor impresionante y una que otra gota gorda de lluvia, verdaderos escupitajos de cielo para aquel que está acostumbrado a la desganada garúa de Lima. Sí, llegué bien limeño: casaca negra de cuero sujetada en un brazo, el maletín con rueditas jalado por el otro, camisa oscura manga larga y abotonada hasta arriba, pantalón blue jean, medias marrones y zapatos de gamusa del mismo color. Al tiro se notaba que no era hombre de tierra caliente.

El interior del aeropuerto ucayalino es bastante parecido al de Iquitos. Uno deja la pista de aterrizaje y entra a un amplio salón cuadrado cuyas paredes están pintadas de crema y tienen por todos lados carteles alusivos a la selva, con fotos inmensas de mujeres de miradas subyugantes y cuerpos de infarto y de árboles y más árboles. Llegaba mandado por el periódico, la visitaba por primera vez y no tardó en darme su tarjeta de presentación. Rápidamente Pucallpa se autopintó delante mío de dos colores: verde y piel.

No tuve que esperar el equipaje porque desde hace rato lo estaba jalando, así que dejé a mis ocasionales compañeros de avión, entre ellos a mi tía Lita y a mi tío Ronald, quienes viajaron para un retiro espiritual, y me dispuse a cruzar el umbral del salón dispuesto a tasar al mejor y más barato taxista para que me lleve a un hotel decente y, claro, también barato.

Como era de esperarse, ni bien crucé el bendito umbral, un emjambre de ávidos choferes me abordaron, todos con los botenes de sus camisas perdidos en el espacio, muy distintos a los míos que parecían alumnos de colegio formados en fila india. Todos sudando menos que yo. Todos con las llaves de sus naves en las manos y todos con ese acento típico de la selva peruana que sube y baja tonos de voz con la facilidad con la que el ojo parpadea.

Eran tantos que no me dejaban ver más allá de sus caras. No sé cuántas veces dije no gracias, pero lo que sí recuerdo con claridad es que me convenció el único que me dijo el precio de la carrera: CINco SOles, noMÁS, PUes. Atraqué al toque, alucinando que era una ganga (ni en Tacna, donde el aeropuerto está cerquísima de la ciudad, te cobran tan barato). El hombre que casi tenía mi edad, pero que usabas sayonaras y un short de futbolista y no zapatos gruesos y jeans como yo, cogió mi maleta sin asco y lejos de jalarla para que ruede, la llevó en peso hasta su... ¡motocarro!

En ese momento me sentí de otro planeta. En Lima había visto taxi cholos en El Agustino y San Juan de Miraflores, pero ninguno de esos se comparaba al poderoso vehículo del pucallpino. Sencillamente me quedé mudo al ver esa fiera de tres ruedas con cabeza de motocicleta y asiento de combi en el que fácil entraban cuatro personas bien puestas. Y, de pronto, observé que esa máquina no era la única de su especie. Las había por todos lados, adelante, atrás, a la izquierda, a la derecha, de todos los colores y para todos los gustos. A lo mucho tres autos lucían tristes y vacíos en el parqueo del aeropuerto, como lunares en medio de casi cuarenta de esos fascinantes productos de la tecnología popular que contaban con techos de lona bordeado con flecos que son una maravilla contra la lluvia. Tenía que ser un ciego para no reconocerlo: había llegado al planeta de los motocarros.

Con cuatro veces la velocidad de las cucarachitas motorizadas que transitan en Lima por la Riva Agüero y la Pachacútec, la máquina que me había capturado me llevó por una larga y ancha carretera, rodeada de árboles y casas campestres que a la volada parecían estar hechas de bambú y caña, similares a las que en algún momento vi en las afueras de Medellín y Asunción. Ante los 25 grados centígrados nocturnos que ya me habían convertido en un estropajo con anteojos, el viento que chocaba en mi pecho y en mi cara era un placer indescriptible.

Cruzando y adelantando mil y un triciclos gogantes con motor igual que él, el para mi novedoso transporte primero me llevó a la ciudad y, una vez en ella, me llevó a la plaza principal, pero a medida que girábamos en las calles comprendí que esas fotos inmensas que había en el salón del aeropuerto no me habían engañado. Como si hubiera caído en el reino de las amazonas amigas de Tarzán, estaba en la tierra de las piernas torneadas, de las sandalias que se esconden en pies coquetos, de las minifaldas, de las espaldas desnudas y divididas en el centro apenas por un par de tímidos tirantes, de las sonrisas que hablan, del estrógeno andante.

Yo no las buscaba con la mirada, ellas, osadas adolescentes, señoritas estudiantes y señoras con sus pequeños hijos, aparecían cada tres metros, brotaban imparables de la acera, de cada esquina, de cada puerta, de cada motocarro, de cada motocicleta. Qué tal prueba para los casados, pensé, como un acto instintivo de defensa ante el ataque de las musas de la selva, como una tangencial forma de recordar mi condición de casado. No te preocupes, Carol, pasé la prueba.

Las gotas gordas de lluvia se habían extinguido, pero igual mi camisa manga larga estaba empapada y gotas delgadas y pequeñas se deslizaban desde mi frente rumbo a mis mejillas. La máquina poderosa me dejó en la puerta de El Virrey, un hotel barato y decente ubicado a unas tres cuadras en 'L' desde la Plaza de Armas. Crucé el bendito umbral y lo único que quería era ahorrarme las preguntas de ley y el llenado de la ficha correspondiente y que me dieran la llave de mi habitación, no me importaba cuál. Necesitaba una ducha bien fría, pero ya. Hielo, por favor, hielo, por piedad.

19 de septiembre de 2007

La china más (im)popular

A diferencia de mi esposa, a la que no le da roche alguno pedir un descuento en el pasaje de combi si la ruta que nos espera no pasa de siete calles, a mí prácticamente se me traba la lengua cada vez que, casi siempre a insistencia de ella, debo pedir una rebajita al cobrador que llega al paradero colgado del estribo, como si se tratase de un eterno desafiante circense de la muerte.

Mi vergüenza se suele repetir al final de las Torres de Limatambo, casi llegando al coliseo Dibós, cuando nos dirigimos a la casa de mi abuela, ubicada a unas cinco cuadras de ahí, yendo por Primavera o Angamos para más señas. Si fuera por mí, pago mi sacrosanta luquita por cabeza hasta Carrión, pero la mirada de Carol, pragmática como siempre, me recuerda que la consigna es ahorrar. El ahorro es progreso, es el pensamiento que me encargué de popularizar en mi pequeño departamento alquilado. Y, entonces, estoy obligado, so pena de que no me sirvan la cena con cariño en la noche, de poner cara de misio (que lo soy) y casi rogarle al cobrador que no se baña que nos cobre cincuenta céntimos a cada uno, porque es aquí al toque nomás, 'compare', en Carrión.

Y una de las cosas que más odio sucede siempre tras mi ruego: el cobrador que no se baña un poco más y nos empuja hasta adentro de la custer sin importarle que Carol sube cargando a André y yo hago malabares para meter el coche plegable. Y lo peor: que el cobrador que no se baña ni me mira para aceptar mi pedido y sigue gritando, colgado del estribo -"¡toda Angamos! ¡toda Angamos!"-, mirando hacia el horizonte citadino buscando más pasajeros que cazar y movimiendo su mano como abanico tratando de apurar nuestra subida. Como digo, un poco más y nos empuja. Siempre sucede así. Y yo lo miro con cara de malo, pero nada más. No sé por qué, pero siento que nos está haciendo un 'favor' cobrándonos menos. Claro, si nos empujara de verdad, quizá no le reclamaría nada y de frente le daría un cochesazo de a luca.

Arriba, en esas cinco cuadras, ya es otra historia. Milagrosamente siempre encontramos sitio para sentarnos, y con las justas me alcanza para pensar en por qué diablos nunca puedo hacer click en el argot microbusero y decir ¡"A china, pe'!", y también me da tiempo para preguntarme en silencio si con tantos cincuenta céntimos que me ahorro, me alcanzará algún día para comprarme el carro cero kilómetros con el que sueño. "¡Bajan en Carrión!" "¡Bajan!"



16 de septiembre de 2007

El Beatle que no sabía inglés


Yo, que me jacto de ser más peruano que el cerro San Cristóbal, debo confesar mi alienado pecado de haber adorado a un grupo musical extranjero, de otra lengua, cuando cursaba el cuarto y quinto de secundaria: The Beatles. Los cuatro de Liverpool no necesitan presentaciones. Todo el mundo los conoce y aquel que no, es que ha vivido en un cajón. La fiebre que me asaltó se me ha venido como un torrente de recuerdos ahora que estaba gugleando y encontré algunas fotos del más grande grupo musical de todos los tiempos.



Cuando yo estaba por salir del colegio San Vicente de Surquillo, John Lennon ya tenía nueve años de muerto, pero fue como si su espíritu me hubiera poseído. Entonces no entendía ni un comino de inglés. Me daba igual, diz que cantaba sus canciones y hasta me paraba frente a la pared de mi cuarto, tarareando I wanna hold your hand, Twist and shout, Please Mr. Postman, Love me do y tantos otros éxitos de John, Paul, Goerge y Ringo. Me había convertido en un alucinado total. No entendía casi nada, pero esa música me seducía.

Comencé a grabar en caset de una hora por lado cuanta canción de The Beatles sonara por la radio. Mi vieja grabadora no paró hasta que un buen día le saltaron los botones de play y récord. No lo puedo creer: en una época en la que el MP3 era un sueño de ciencia ficción, debo haber llegado a tener unas 200 canciones grabadas en seis caset a los que yo mismo pegué carátulas recortadas de revistas y con imágenes de The Beatles.


Me había convertido casi sin darme cuenta en un loco Beatle. Pasaba horas con mi grabadora. Un verdadero enajenado musical. Qué habría pensado entonces mi madre de mí. Para colmo, como si se tratara de una catársis con ritmo, me había acostumbrado a golpear la pequeña lámpara de metal del escritorio con un par de lapiceros, uno en cada mano, alucinando que era la batería de Ringo.

Y como si eso fuera poco, me había creído el cuento, forjado por mi febril fantasía, de que mi voz era parecida a la de Paul. Por favor, a todos los beatlemaniacos, perdonen ese atrevimiento. Y perdona mamá por haberte torturado con los sonidos tan desaforados como agudos de las cuerdas de metal que mi guitarra, esa que inocentes me compraron tú y papá en una Navidad, vomitaba tratando inútilmente de imitar los acordes de George.



Ah, qué tiempos aquellos en los que mi única preocupación era sacar buenas notas y no perderme ninguna canción de The Beatles en la radio. Y escuchar y recontra escuchar mis casets, hoy llenos de polvo en el estante de libros del deparamento en el que vivo con Carol y André, hacinados en un lugar bien alto como para que el bebe no intente jalarles las trenzas a esas flacas cajitas negras de plástico con dos huequitos circulares en el centro.

Pero lo más paradójico es que hoy no los puedo escuchar. Mi nueva grabadora -nueva es un decir porque la compré hace 10 años- de tanto darle al CD ha perdido la facultad de reproducir cintas. Así que los Beatles están, por ahora, durmiendo el sueño de los justos al lado de La Virgen de los Sicarios y La Piel de Inesa, llenándose de tierra y de moho.

Aunque sé que si quiero puedo bajar música Beatle por Internet o irme a alguna discotienda (¿todavía quedan?) o a las galerías piratas para comprar toda la colección de los melenudos encorbatados, mi miedo es que el día milagroso que se me ocurra arreglar el minicomponente -y digo arreglar porque creo que ya no los venden con casetera-, las cintas ya no sirvan por lo desusadas y viejas que están y estarán. Escuchar Yesterday en la computadora nunca será igual que escucharla de mi vieja cinta número tres. El sonido con baches del caset, así lo recuerdo, es para mí sinómino de una época irrepetible, en la que tenía toda la vida por delante. ¿Alguien tiene por ahí un tocacinta?

15 de septiembre de 2007

El Chino Muerte

No suelo comer los menú de la cafetería del periódico (mentira verdadera) porque siempre traigo una rica comida que mi esposa me manda en el ya clásico pyrex de Plaza Vea. Hay que ahorrar. Esa es la consigna. Además, la comida de la cafetería más parece (a veces) líquido de frenos y barro caliente. Sí, suena feo, huele feo, pero así es. Por eso mis amigos, especialmente los fines de semana, suelen salir disparados a La Pinta, un restaurante de pescados y mariscos ubicado a la vuelta de la esquina de El Comercio, justo cuando dan la una de la tarde.

En La Pinta sirven bien, rico y caro. Pero yo siempre llevo mi pyrex aunque mis compañeros digan que les da roche. Comida es comida, señores, sea en plato o en táper. Ese es el ritual de los sábados y de algunos domingos.

Sin embargo, ayer Miguel ("¡Nosferatuuuu!"), Jaime (Lombardi), Pedro (el partidor), Germán (loro seco), Ahmed (el turco) y Elkin (el mudo) se mandaron mudar en viernes a la hora de almuerzo. ¡Vamos donde el Chino Muerte! Ese fue el grito de guerra. Todo porque Elkin dijo que la sopa del miércoles en la cafetería más parecía un pantano que un licuado de verduras. Y yo le creo.

Así que sin pensarlo dos veces subí a la cafeta para calentar mi comida en el microondas y salir con ellos rumbo a la cita con el destino comensal, que para mí era todo un misterio. Cuando bajé ya no estaban. El hambre les había ganado. Llamé a Miguel por celular y me dijo que vaya por la calle de Perú 21 y me plante en la esquina del ex Banco Wiese. Así lo hice y fue Jaime el que me llamó a viva voz. Crucé la pista en Carabaya y... ¡oh! sorpresa. El Chino Muerte, mejor dicho, su local, era, es, un huarique.

Es un ambiente de cuatro metros por diez, no más, con las fuentes de comida metidas en una nave central de dos y medio por seis, quizá más. Para variar, todos consiguieron sitio en las barras que flanquean a las fuentes, menos yo. Así que tuve que decirle al Chino Muerte, un tipo que parecía tener la cara de piedra, si podía comer de pie mi comida calientita y, hasta ese momento, tapadita. Por las dudas le pedí una ocopa y un vaso de chicha morada. Y claro, con eso, me dijo que sí.

Ese Chino Muerte no para. Me senté a los cuatro minutos de empezar a comer porque la gente entra y sale. Se devoran en un dos por tres su plato de cinco lucas que no es otra cosa que un combinado de locro, arroz chaufa, huevo a la rusa y carapulcra. Alucinante, explosivo, ya no ya. Algunos de mis amigos, no diré quiénes, se pidieron dos platos. Claro, porque cada plato tenía la mitad del diámetro de uno normal de segundo en la cocina de mamá, pero un cerro de comida encima que merecía le pongan en la cima un moldadiente con un papelito pegado a modo de minibandera.

Si vieran a Germán comer, entenderían de qué les hablo. El hombre, un fotógrafo nunca bien poderado de El Comercio, se convirtió, como siempre que tiene cubiertos en la mano, en una aspiradora. Yo, con mi comida de pyrex (un guisito de pollo y pimentón, arroz y papá) más mi ocopa, estaba satisfecho y, contra mi costumbre, esta vez no fui el último en terminar de comer.

Cuando nos despedíamos del Chino Muerte -su cara de piedra ya era un solo de risa después de que le contamos las historias partidoras de Canelo (cuidado, a Pedro no le presenten a sus muñecas, novias, amigas cariñosas y demás... no te piques Pedro, sabes que te estimo... no, mentira, Pedrito no mata ni una mosca, todo es leyenda y puro floro de parte suya, creo)-, el buen Canelo le daba los últimos lampazos a su postre. Porque sí, insaciable, se había pedido un postre.




Todos salimos más llenos que embarazada primeriza y mientras caminábamos de vuelta al diario, pensaba en el ingenio peruano, en la habilidad nacional de transformar en producto estrella cualquier cosa, en los platos de siete colores y en cómo michi se llama de verdad el Chino Muerte. ¿Alguien puede develarme el misterio e invitarme un platillo en ese huarique de buena muerte?

14 de septiembre de 2007

Vox populi, vox dei

Aunque Chemo diga lo contrario, me parece que Pizarro no tiene el puesto asegurado en la ofensiva de la selección. Pero, claro, yo no soy el técnico, soy uno más de los miles de estrategas sin diploma, que viajan en combi y que jamás se han calzado un par de chimpunes.

Claudio tiene ganas, pero no la mete. No moja. No celebra goles propios y de un tiempo a esta parte tiene que conformarse con gritar los goles de otros. Sin embargo, imperturbable, sigue ahí, fiel a la confianza de Chemo y haciendo oídos sordos a las rechiflas que bajan de la tribuna cuando el locutor menciona su nombre a la hora de dar la alineación.

Hubo una jugada en estos dos partidos recientes de la selección, en la que me pareció que Pizarro cuidó las piernas al momento de arremeter sobre el arco contrario. Parece que cosas así no solo las veo (o las siento) yo. No es casualidad que lo acusen de jugar con guante blanco con la camiseta peruana para después gastar los botines cuando el Chelsea lo requiera en su once titular. También está el factor mala suerte. Ese cabezazo suyo al parante boliviano mereció entrar.

Sea como sea, lo cierto es que en con la banda Claudio no es el goleador que todos reclaman, el artillero que su presente futbolístico en Europa obliga a ver en él, y su imagen con la blanquirroja se desmenuza cada vez más en la medida que se hace más grande la de Paolo Guerrero, quien junto a Juan Manuel Vargas y Nolberto Solano, encarna el alma nueva de la selección.

Como dijo Elkin Sotelo en la redacción de Deporte Total, es como si el celular del '¿Bombardero?' solo mostrara en su pantalla una barrita de nivel de batería y no las tres que se traducirían en un crédito total de parte de la afición y de la prensa especializada.

Pero para Chemo no hay batería baja que valga. Ha dicho a todo el mundo que Pizarro es titular indiscutible y que el Perú no está como para darse el lujo de dejar fuera de su equipo titular a un hombre que ha sido fichado por uno de los equipos más importantes de la Premier League inglesa.

¿Y qué va a pasar si ante Paraguay el 13 de octubre, ya por los puntos premundialistas, Pizarro sigue en sequía? ¿Y qué va a pasar si ante Chile, en el segudo partido de la Eliminatoria, sigue celebrando goles de otros? Es más, qué pensará Chemo si en una de esas entra Gonzales Vigil con la bravura con la que lo hizo frente a Bolivia y marca uno o dos tantos. ¿Chemo seguirá en sus trece?

Los observadores más depurados afirman que Claudio cumple una labor fundamental aunque no anote: jala marca y mantiene ocupados a los defensores rivales para que otros tengan los espacios suficientes para hacer daño.

Como sea. Pizarro es delantero y, si el esquema lo manda a ser volante de avanzada o como quiera que se llame ese tipo que viene con fuerza por detrás del 9 o del punta, igual el ex Bayern siempre tiene karma de delantero, y un delantero hace goles como el albañil, paredes.

Todas las personas, incluso en el fútbol, merecen una segunda oportunidad. Es seguro que Claudio la tendrá, quizá también una tercera y hasta una cuarta, pero hay que recordar que la Eliminatoria consta de 18 partidos. Si no la mete, Chemo tendrá que ceder tarde o temprano a la razón de la tribuna y del hincha que viaja en combi, como yo. Pero Claudio todavía puede. Debe vencer primero la presión interna, la de su ansiedad, y debe jugar suelto porque, estoy seguro, nadie lo querrá partir. Ya no hay Julián Caminos, al menos eso espero.

11 de septiembre de 2007

Mi ángel de cabecera

André es nuestro despertador, mío y de mi esposa. A las siete de la mañana, diez minutos antes o diez minutos después. Nunca falla. Desde que Carol cambió la ubicación de las cosas en el cuarto, yo estoy más cerca de la cuna y es una delicia escuchar todos los días "¡Papá!" y "¡Mamá!", voltear medio dormido y ver la sonrisa de André bien parado en su cuna. Nunca falla.

Bueno, no voy a negar que a veces se va de largo hasta las ocho y pico, pero contadas veces, en lo que va del año no habrán sido más de diez. Y cuando eso pasa, nosotros también nos vamos de largo. En enero ya irá al nido, osea que, caballero nomás, deberé poner la alarma del celular sí o sí a las 6:30 para que no haya problemas. Doy por descontado, porque su sueño es recontra pesado, que con el chirriante sonido del fono solo nos despetaremos Carol y yo, y André a las siete más o menos cumplirá con su linda rutina de llamarnos y reir.

Es un bebe inteligente. Todos los días aprende algo nuevo. Nos imita. Y en su lengua mocha intenta torpemente hablar. Eso es lo único en lo que se está demorando, pero seguramente ya le saldrán las palabras. Hoy nos tiene acostumbrados a su "agua", "aytá", "nooooo" y "yoooo", entre otras cositas. Y ni qué decir de su karate. Ah, no. Agárrense. André es todo un campeón, un Power Ranger chiquito. Solo le falta su karategui y su cinturón negro para ser Akio Tamashiro porque estira los brazos y las piernas como un experto y, además, acompaña sus movimientos con esos gritos característicos de los cinta negra. Pero, claro, más que un rugir de león, lo suyo es un ronronear de gatito. Como verán, se me cae la baba.

Es todo beso, todo abrazo. De vez en cuando se mete un berrinche, pero tratamos de no hacerle caso en eso. En todo lo demás sí. Tienen que verlo cuando ve a mi papá. Ahí se olvida del mundo. Él y su papacho son uno solo. Se quieren demasiado. Y eso me hace feliz.

10 de septiembre de 2007

Soy tu hincha hasta la muerte

Perú, sé que eres más que fútbol, pero lo primero que supe de ti fue fútbol. Tengo 34 años y si dentro de dos años y pico logramos llegar al Mundial Sudáfrica 2010, seguramente seré capaz de pegar un póster de la selección en mi cuarto, aunque mi esposa se moleste por ello, igual que pegué al lado de mi cama esa foto grande de Jaime Duarte pisando pelota en España 82 que recuerdo con cariño y que miraba todos los días antes de irme al colegio.

Perú, puedo asegurar que tu bandera roja y blanca nunca me ha emocionado tanto como esa pequeñita que estaba impresa, la lado de la argentina, en la entrada que mi papá una noche de 1985 me mostró de golpe para sorprenderme. Pocas veces he sido tan feliz como en ese instante. Sabía que ese papel era el boleto a la gloria: un par de días después fuimos a la tribuna sur del Nacional con una bandera de verdad y fuimos testigos de la tarde más magistral del 'Chevo' Acasuso en el arco peruano, de la gran jugada de Franco Navarro que terminó en el gol de Oblitas, que grité con toda el alma junto a mi viejo y otras 45 mil personas en el estadio, y de la desesperación de Maradona que trataba por todos los medios, válidos o no, de despegarse de la conchuda marca de Lucho Reyna.



Desde entonces hasta ahora ha corrido mucha agua bajo mi puente futbolero. No soy hincha de equipo alguno a pesar de que mi papá insista en que soy hincha de la 'U' porque él así me bautizó de chiquito. Para que se ponga feliz le digo que sí, que soy crema, y para que se sienta orgulloso digo que lo soy por él. Pero creo que, como dice Patrick, un compañero de El Comercio, en realidad soy un prostituto de la pelota: seguí al Cristal en la Libertadores de 1997 y al Cienciano del 2003. Quizá me suba al carro ganador. Quizá. Pero recordando a esos cuadros ganadores concluyo que, si se trata de clubes, soy hincha del que se emocione con el triunfo y que me haga llorar de alegría.

Sin embargo, cuando juegas tú, Perú, sí soy hincha tuyo a muerte. Me das cólera cuando regalas los partidos, cuando eres pusilánime o cuando no la metes. Y el corazón se me sale cuando grito tus goles. Soy tu hincha, lo fui desde que te vi por primera vez en la casa de mis abuelos, en ese pequeño televisor a colores que era la sensación de todo mi familión en 1982 (¿por qué te dejaste golear por Polonia en España, por qué, caray?). Lo he sido en cada Eliminatoria desde entonces, en cada Copa América, en cada gol, en cada derrota, en cada tarjeta roja y en cada celebración. Lo soy con los 'Jotitas' y con la nueva esperanza que comanda Chemo. Mi hijo ya tiene tu uniforme y espero con ansias llevarlo a verte, llevarlo a él y a mi padre. Anhelo ir a alentarte los tres juntos con la bandera. No pierdo la fe. Por eso te pongo esta música y te recuerdo a tus jugadores, para que te emociones conmigo. Vamos, Perú.

9 de septiembre de 2007

El flaco creció

Todo l mundo habló hoy de Paolo Guerrero. Todas las portadas de los diarios. De su coraje cuando se pone la camiseta de la selección, de su arrojo frente al arco contrario. Qué diferencia con Pizarro, quien parece cuidar las piernas cada vez que encara la valla rival. Paolo le hace honor a su apellido y jamás arruga. Va para adelante aunque eso signifique que de un patadón le vuelen la cabeza.

Así, con garra y empuje, metió los dos goles con los que la selección empató con Colombia en el amistoso jugado antenoche en el Monumental y en el que parece hubo un descarado carrusel con las entradas porque habían más de 40 mil personas dentro del coso de Ate y cientos afuera con boleto en mano reclamando su plata.

Cuando reparo que se anunció a los cuatro vientos que la taquilla del partido iría para los damnificados por el maldito terremoto que asoló a Ica, Pisco y Chincha, me da asco, mucho asco. Pero ese otro tema.

Necesitamos diez Paolos en la selección de Chemo si es que queremos llegar al Mundial. Cuesta creerlo, pero viendo jugar al delantero del Hamburgo alemán, uno puede pensar fácilmente que los pizarrones pasan a segundo plano cuando los jugadores ponen en la cancha eso que las gallinas ponen en la granja. Que el coraje lo es todo. No sé. Porque hay que afinar bien la pupila para darse cuenta que Guerrero tiene toda la técnica europea combinada con una fortaleza física rara para nuestro medio, solo que en su caso el punche que le pone a cada jugada opaca todo lo demás. Puedo asegurar que en este minuto muchos niños en el Perú sueñan con ser Paolo Guerrero.

Justamente, más allá del Paolo mediático que vi por televisión, con su peinado afro-lacio y sus tatuajes de modelo, con sus gritos, sus movimientos de brazos al estilo de hélices y su lengua afuera a la hora de celebrar sus goles; recuerdo al Paolo que estaba pasando de adolescente a joven-adulto.

Era 2001 y la altura de Ambato no se sentía ni en la respiración ni en las palpitaciones del pecho. Guerrero era un delantero suplente en la selección Sub 18 que dirigía 'Chalaca' Gonzales y que yo tendría el privilegio de ver campeonar en los Juegos Boliviarianos que se realizaron aquel año en esa ciudad ecuatoriana. Yo era el enviado especial de El Comercio y Paolo, un flaco callado y paliducho, de pelo casi rapado y de potente disparo. Confieso que entonces nunca hablé con él. Me ocupaba de un timidón Jefferson Farfán y de un ambicioso Wilmer Aguirre, los delanteros titulares. Confieso que jamás he hablado con él porque felizmente se fue a Alemania antes de volverse mediocre en el lento y tuberculoso fútbol local, pero ahora me da gusto ver cómo ha madurado con la bicolor. No soy un niño, pero quiero ser Paolo también.

Por fin te quitaste el velo

Siento que ayer recién conocí a mi esposa. La vi por primera vez en una paradisiaca playa ecuatoriana una mañana soleada de marzo del 2004, pero ha sido en el frío limeño de este setiembre que descubrí su alma.

Felizmente el cierre de anoche fue sencillo en el diario. Todo se dio para que cumpla lo que le prometí: salir temprano y estar en casa a las siete para ir a una reunión religiosa en el coliseo Dibós. Hay que acompañarla siempre que se pueda porque ella es la patrona, como dice Miguel, mi amigo y compañero de carpeta en la redacción.

La encontré lista. Pantalón negro, botines bien lustrados, chompa marrón, una casaca crema que parece un edredón y su infaltable chalina, porque, ya sé, el frío puede afectarte la garganta. Yo tenía hambre, pero como no había tiempo para nada, cogí un plátano a la volada y me lo embutí en dos patadas mientras Carolina terminaba de peinarse. Sí, mi amor, ese pelito corto te queda muy bien.

Felizmente mi mamá, quien nunca falla, ya estaba con Male, mi tierna ahijada, alistando las cosas en la cocina para darle de comer al bebe. André estaba dormido, bueno, en realidad estaba semidormido. Pero es igual, mi hijo tiene a veces el sueño pesado e imagino que a sus dos años, tres meses y diecisiete días solo debe soñar con su Hombre Increíble y las imágenes de Parchis que ve en el DVD todos los días.

Salimos sin perder más tiempo. La noche anterior habíamos tenido una discusión mayúscula, por decir lo menos, así que la conversación no era fluida, al menos de mi parte. Noté su intención de normalizar las cosas porque me contaba con entusiasmo cómo jugó en la tarde a las escondidas con André y nuestro vecinito Eduardo. Se reía como una niña. Pero yo no aflojaba. Seguro que cuando le compré su Sublime sintió que la había perdonado. Sin embargo, yo quería más calor en medio del frío de San Borja, quería que me pidiera una disculpa. Estaba herido o algo así. Bah, qué importa ahora eso.

A pesar de que soy católico, apostólico y romano, tenía confianza en que las palabras de un pastor gringo de nombre impronunciable y al que nunca antes había escuchado, ayudaran a ordenar las cosas. Así que le pedí una manito a Papalindo.

Entramos al coliseo que estaba semilleno. El escenario era similar al de un concierto de rock. A decir verdad, gran parte de la alabanza previa a la presentación del pastor era en rock. Carolina está tratando de encontrarse con Dios, sé que lo está logrando, pero, como le cuesta expresar sus emociones con la mirada, a veces lo dudo. Qué iluso. Fin del rock.

El gringo hablaba en inglés y un frenético traductor decía en castellano la Palabra. Entiendo tu desilusión, Carol. Esperabas una prédica sobre el valor de la familia como te habían prometido, pero solo repetían cosas que ya habíamos oído antes: que Dios nos da la libertad, que nunca nos abandona y todo eso que muchas veces olvidamos.

Y te aburriste, para variar. Por qué siempre me haces eso. Empezar algo con frenesí y al cuarto de hora poner cara larga. Por qué si eres bonita, hipotecas esa sonrisa linda por escapar de una situación que despierta tu impaciencia. Basta, por favor.

Entonces sentí que surgía la chispa que traería otra vez el incendio. Había hecho un esfuerzo para llegar temprano y ella ya se quería ir del coliseo, al toque, todo porque había mucho ruido y el traductor gritaba demasiado. No sé por qué, pero yo me amoldo a todo o al menos creo hacerlo. En fin, así es ella y así soy yo. Ella está aprendiendo a ser más paciente y yo a ser más práctico. Gracias, amor.

Preferí no comentar mucho su aburrimiento y estiré mi decisión de quedarnos o irnos. Gracias a Dios lo hice. Carol no replicó mi silencio, en cambio, dirigió de improviso su mirada -esa que casi siempre es inexpresiva- hacia unos pies minúsculos, solo abrigados por unas medias sucias.

Abrí bien los ojos para seguir los de ella y vi a una chiquilla a tres sitios de nosotros. La chiquilla cargaba con demasiado amor a un bebito que no solo tenía desabrigados los pies, también le faltaba una casaca decente y un baño. La niña, porque era casi una niña, estaba flaca igual que su hijo y no soltaba por nada del mundo una bolsita negra en la que llevaba los chocolates Yo-Yo que, como nos diría después, vendía desde las siete de la mañana con su hijo en brazos por las calles de Surquillo y San Borja.


Definitivamente Carol vio más que yo. Me quedé con la simple imagen de la pobreza, con la obvia cólera por tener que convivir en Lima con tamañas injusticias, con la pena por la ignorancia de personas como Marina -así se llama la joven mamá- que no se dan cuenta que un niño como Christian, el bebe de las medias sucias, no puede andar por la vida desabrigado y menos en su primer cumpleaños, porque eso nos dijo Marina, que el pequeño cumplía un año esa noche, algo que nosotros creímos sin chistar.

Carol no lo pensó dos veces e hizo un enroque maestro que me dejó en jaque mate. Me dijo que quería darle a la chiquilla las zapatillas del Hombre Araña que ya no le quedan a André. Y, claro, imposible negarse a eso, menos yo que a diario intentó avivar el fuego de la ternura en su corazón.

Ya no había excusa para quedarse en el Dibós y me dejé llevar. Carol salió del coliseo conmigo, con Marina y con Christian de yapa. Todos caminamos en medio del frío y el tráfico de la avenida Angamos rumbo al departamento.

Cuando llegamos le dije que mejor Marina espere abajo y Carol aceptó. Oh, sorpresa, no había nadie en casa. Mi mamá con Male habían llevado a André a comer a la casa de mi tía Liza, mi comadre. Carol, entonces, se apuró en buscar las zapatillas y yo, contagiado, le dije a Marina que suba. Y mi esposa, a la que, como dije, estaba recíén conociendo en esa faceta de bondad total, sacó las zapatillas del cuarto, una casaca amarilla, dos pantalones, dos polos manga larga interiores, prendas que ya no le quedan a André pero que mi señora guardaba con cariño para alguien más. También sacó un pañal, una pelota de Bob Esponja y un maletín para que Marina guarde todo y pueda llevarle ropita abrigadora al bebe cuando tenga que trabajar.

Repito, me contagié. Mientras intentábamos lavarle el cerebro a la abancaína en temas de limpieza infantil, responsabilidad maternal y lucha contra las infecciones respiratorias, saqué de la cocina un par de mandarinas y un tarro de leche, lo que Carol remató con un keke que había comprado para alguna visita inesperada. Todo entró en el maletín.

La hora avanzó y ya iban a dar las 10, así que agilicé las cosas y di la voz de mando para la retirada en busca de André. La casa de mi tía Liza no quedaba lejos, pero yo ya quería ir. Carol me entendió y bajamos con Marina y un Christian renovado y recontra abrigado. Me olvidaba, el lindo y sonriente bebe también se ganó con un par de chullos que André casi ni se puso. Ella se fue a tomar su carro a Ciudad de Dios y nosotros a esperar el Covida. Chau, Marina, regresa en Navidad, le dije.

Ya la había pedonado, pero Carol me habló con el corazón, sentados en la primera fila del Covida. La perdoné de nuevo y quizá te perdone siempre, mi amor, lo único que te pido es que recuerdes que amar es nunca tener que pedir perdón como escuché en una película. No sé aún cuál será mi limite o si lo tengo, cuánta será mi resistencia a los golpes de la vida, pero esas palabras tuyas en el Covida me hacen sentir que nunca te dejaré. Felizmente fuimos al Dibós porque al fin conocí esa alma buena y nada egoísta que muchas veces quieres ocultar. Y creo que me volví a enomorar. Ojalá dure.

Llegamos a la casa de mi tía y abrazamos a André, toqué el cajón de Male, mis padres bailaron a mi ritmo un valcesito picarón y tu reías otra vez como una niña. De ahí nos fuimos todos, incluyendo mi hermana Paola, a comer pollito broster en un puestito cerca del mercado a donde tantas veces fui de niño, frente a Villa Victoria. Todos riendo con André más despierto que nunca al borde de la medianoche. Daría todo porque esos momentos felices se repitan siempre.

Felizmente no te he conocido tarde, Carol, porque todavía nos queda mucho por vivir. Eres realmente buena, por más que digas lo contrario y te empeñes en parecer dura como piedra. Me voy a dormir tranquilo.