28 de octubre de 2007

El amor más grande

Este texto lo escribí una tarde de mayo de este año, inspirado en lo magníficamente buena que es mi Abuela Felícita, en el incomparable amor de mi Madre Fela y la gran y estupenda Mamá que es y que será mi Esposa Carolina. Para ellas y para todas las Mamás que conozco y que no conozco:

No hay mayor felicidad para una Madre que ver a sus hijos hechos hombres y mujeres de bien, felices, siempre cerca de ella, por más kilómetros que los separen, porque para los corazones de un hijo agradecido y de una Madre abnegada no hay distancias. Pero la mujer se tiene que ganar eso a lo largo de la vida, en cada minuto de su existencia, con cada acto, con la consagración de su vida al servicio de sus hijos, de su esposo, de su familia. Si Dios es el primero que sirve al ser humano, una Madre debe ser lo más cercano a Dios para su hijo. Una vida de dulce entrega, el trabajo más importante del mundo, cuya ganancia es la felicidad de todos y más de la propia Madre. No es una profesión, es más que eso, es un apostolado, es la vida con un sentido. Es no vivir por gusto.

No hay mayor satisfacción para una Madre que verse rodeada de sus nietos en medio de un clima lleno de amor y ternura. Eso, en el ocaso de la vida, cuando ya a veces las fuerzas del cuerpo van diciendo adiós, es un remedio para cualquier achaque de la edad. Pero, principalmente, es la forma que tiene Dios de devolverle a la mujer todo el amor sin medida que entregó a sus hijos, de premiarla por haber consagrado su vida a los seres que Él le encargó cuidar, formar, proteger, mimar, criar, orientar, reprender en forma correcta, sin abuso, y dar ejemplo por más que hace rato ya los hijos ya no usen pañales y hayan sacado libreta electoral.

Una Madre es ternura. Una Madre es paciencia. Una Madre es fortaleza de corazón. Una Madre es ejemplo de palabra y actos. Una Madre es constancia. Una Madre da la vida por sus hijos. No los deja solos. No sabe de cansancio. No sabe de flojeras ni de egoísmos. Menos de relajo. Nunca dice yo primero. La mirada dulce y las sonrisas de sus hijos y de su esposo son el combustible que alimenta el motor de su fortaleza y resistencia para soportar las tempestades de la vida y cuidar del mal tiempo a sus amados hijos.

Antes era cambiar el pañal, hoy debe ser el consejo bueno, la palabra amiga, la corrección oportuna y alturada, el amor hecho madurez, el ejemplo de saber hacer familia. Antes era jugar con el bebe o revisar las tareas del colegio, llevarlos y traerlos de la escuela, tomarle la lección, ayudarle en sus trabajos, cocinarles los almuerzos. Hoy debe ser el apoyo moral, el más grande ejemplo para honrar, representar el máximo de los respetos.

Si nada de eso se da en la realidad, es como si la mujer solo se haya quedado en eso, en mujer, y no se haya graduado de Madre a pesar de que haya tenido mil hijos. Si eso no se da en la realidad sería mejor decir Mamá cambia y haz que este sea tu día de verdad. Si eso no se da en la realidad, sería una mentira decir Feliz Día Mamá, porque no se debe ser feliz solo un día o unas cuantas horas. Porque una Mamá es feliz si sus hijos son felices al mirarla, al llamarla Mamá, y eso depende de ella.

23 de octubre de 2007

El limbo perfecto


Me encantan los aeropuertos y los aviones, pero más los aeropuertos. No importa si son chicos o grandes, si son de gran ciudad o de provincia, si llego o voy. Es como estar en un lugar intermedio, en medio de una burbuja tecnológica que me aísla del mundo y a la vez me conecta con él. Un aeropuerto es el limbo perfecto, la puerta hacia algo diferente, el camino que fácil podría ser el universo utópico y genial de lo sensitivo, de los sentidos. Cada paso que doy en un terminal aéreo es delicioso. Lo que hago en un avión, casi el fin de ese camino, también. Es siempre la misma experiencia, pero cada vez más excitante: bajar del taxi, jalar mi maleta, cruzar las puertas del aeropuerto, hacer la cola para entregar mi equipaje, chequearme en el mostrador de la compañía aérea, pagar mi impuesto, pasar por el arco metálico y que me pasen alrededor del cuerpo el detecta metales, poner mis maletas de mano, mi casaca, mis llaves y mis flacas monedas en ese túnel pequeño de mil ojos que como Supermán ve todo lo que nosotros no vemos, esperar el vuelo, darle mi tarjeta de embarque a la señorita amable y casi siempre guapa de la línea aérea y caminar por la manga, el pasadizo o la escalera, o lo que sea, persignarme al momento de entrar al avión, ir por el pasadizo, a veces de costado porque ir de frente es difícil si hay mucha gente, encontrar mi asiento, guardar mi equipaje de mano en el compartimiento superior, sentarme, encender el aire acondicionado, abrocharme el cinturón de seguridad, apagar el celular, acomodar mi cabeza como para dormir, dormir hasta que me despiertan para comer lo que me den y beber mi Coca Cola de cortesía, mirar los videos de chistes, observar a los que están adelante, atrás, a los costados, mirar la hora e imaginar que no avanza, prepararme para sentir el suave panzazo del avión en la pista de aterrizaje, sentir que el avión toca tierra, persignarme por segunda vez, prender el celular, desabrochar el cinturón de seguridad, levantarme, sacar mi equipaje de mano del compartimiento superior, hacer la cola en el pasillo para bajar del avión, bajar las escaleras o caminar por la manga, entrar a la amplia sala de recojo de maletas, esperar a que mi equipaje salga de otro túnel, cargarlo, jalarlo, salir del aeropuerto, sentir el calor o el frío, el viento o la sequedad del nuevo lugar al que regreso o piso por primera, segunda, tercera o no se cuántas veces ya, escoger al taxista que aparece menos maleado e ir al hotel.

En unas pocas horas haré todo eso nuevamente. Iré al aeropuerto Jorge Chávez de Lima por enésima vez. Destino: Arequipa. Atención, sentidos: prepárense para el despegue.

19 de octubre de 2007

Bolsitas salvadoras que matan

Dos semanas y algo más de silencio bloguero es demasiado. Es hora de seguir produciendo Aire (im)puro para aquellos incautos que han decidido respirarlo. A los otros, mil disculpas por contaminarlos. Y hablando de contaminación, cabe preguntarse si el cheque por 300 mil soles que el Estado Peruano le entregó a Judith Rivera, la señora a la que infectaron con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) a través de una transfusion de sangre en el Hospital Daniel Alcides Carrión del Callao, compensa el daño hecho a una mujer que ha visto su vida pender de un hilo de la noche a la mañana y que de ahora en adelante convivirá con la muerte, como uno convive con el aire puro o impuro.

Claro, con ese dinero la vida de los hijos de Judith está asegurada, tal como ella lo dejó entender el día que recibió el cheque, pero con el virus que produce el sida lo que tiene asegurada la señora Rivera es un resto de vida parecido a una agonía anímica perpetua y expuesto, pese a los tratamientos que cohiben al virus, al acecho de una enfermedad mortal tras otra.

Pero qué desgraciada circunstancia lleva a esta situación límite, que se tradujo aún más dramáticamente con la reciente muerte de una bebé de once meses que había sido infectada con el VIH también en una transfusión de sangre en el Hospital Regional Eleazar Guzmán de la ciudad de Chimbote, al norte de Lima. ¿Qué pasa en el sistema de salud peruano que deja la puerta abierta a estas infaustas consecuencias?

De que hay negligencia, la hay. Me atrevó a lanzar una explicación para ello, más movido por la intuición que por la comprobación, pero igual la lanzo. Hace unos días acudí al Hospital Edgardo Rebagliati, uno de los principales de Lima, para donar sangre porque los apuros médicos de un ser querido así lo exigían. Así como yo, había decenas de personas en la sala de espera de la oficina de donaciones. El proceso avanzaba lentamente.

Hasta que llegué a mi primera interlocutora, a la que le entregué la hoja de respuestas en la que hay que ser sincero sobre toda tu vida, especialemente sobre tus enfermedades y tu comportamiento sexual, y a la que le di el dato de la necesitada persona por la que estaba yo parado ahí.

Después de eso esperé de nuevo en la cola hasta que estuve frente a una enfermera que me pinchó la parte superior del dedo medio de la mano derecha y me extrajo una cuatro gotas de sangre que inmediatamente puso, una por una, sobre un vidrio. Repitió esa operación con otras cinco personas más y luego procedió a pintar con reactivos cada gota para comprobar si la sangre extraída era RH+ grupo O, también llamada sangre universal.

Una vez comprobado eso pasé a un cubículo de dos metros por dos para que un señor que no se presentó me preguntara en qué trabajaba y, como la primera enfermera, para quién era la sangre. Luego de que le respondí me pasaron a una sala donde habían unas 18 camillas, todas ocupadas con personas donando, y zas, me incaron el brazo y empecé a llenar mi bolsita de unidad de sangre (450 mililitros). Unos 15 minutos de llenado y listo. A tomar un vaso de leche para recuperar fuerzas -tremendo 'detallazo' del hospital- y chau.

Ya había donado casi medio litro de sangre, igual que las otras 17 personas e igual que las otras decenas de conciudadanos esa mañana, y nadie analizó si mi sangre o la de todas esas caritativas personas (en el hospital juran y rejuran que no dejan entrar a los que venden su sangre) tenía el VIH. Después lo harán, supuse. Y si así es, es probable que las bolsas se confundan, que se mezclen, que se 'traspapelen' o pasen piola. Eso, definitivamente, no es serio, por decir lo menos.

Qué diferencia con relación a aquella desgraciada vez que atropellaron a un tío mío, en mayo de este año. Cuando fui a donar sangre para él en el Hospital de Emegrencia Casimiro Ulloa, otro de los más conocidos de Lima, además de la entrevista de rigor y de las preguntas para responder, igual que en un examen de admisión, me sacaron un buen tubito de sangre que analizaron durante media hora para ver si tenía algo negativo (VIH, sífilis, etc, etc). Claro, cuando la enfermerá me llamó a viva voz para decirme que estaba 'aprobado', fue inevitable suspirar de alivio casi instintivamente. Recién ahí, me acostaron en la camilla, me hincaron y mi sangre empezó a llenar la bolsita recontra segura y libre de virus.

Osea, eso me lleva a pensar que en el Rebagliati se están dando las condiciones para una negligencia, que aceptan toda la sangre que llegue, siempre y cuando sea del grupo adecuado.

Pero la cosa iría más allá. Se sabe que un posible período ventana de un donante, es decir, el período de tiempo que va desde la infección hasta que el VIH se deja ver en la prueba de Elisa (ese tiempo es de seis meses para tener un diagnóstico acertado, dicen los médicos desde hace muchos años), puede ser la diferencia entre la vida y la vida-muerte de las personas a las cuales se les aplica una transfusión.

En otras palabras, ya existen métodos científicos capaces de detectar el virus en ese período ventana. No soy quien para detallarlos porque no soy médico, pero hay algunos galenos que sí los detallan. Lo cierto es que el Gobierno podría meterse la mano al bolsillo para darles uso a esos procedimientos o al menos estudiar su viabilidad. La salud del pueblo no tiene precio. Y, definitivamente, por lo menos se debe aplicar el Elisa en hospitales como el Rebagliati antes de llenar las bolsitas 'salvadoras'.

Nadie merece lo que atraviesa la señora Judith o lo que pasó con la bebé de Chimbote. Nadie. No estaría de más que los familiares de alguien que va a recibir sangre donada exijan el análisis de dicha sangre in situ y antes de la transfusión. Lógicamente, eso ya sería admitir que el sistema estatal de salud es ineficiente. Y parece que lo es.

2 de octubre de 2007

Un tal Gareca

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida... dice la canción más emblemática de Rubén Blades. Sí, la vida da vueltas y a veces da tantas que uno termina más sorpredido que cura en alguna discoteca de la bohemia avenida Dolores de Arequipa. Por eso creo que lo que acaba de pasar con la 'U' hará que mi padre, mínimo, se quede pensando un buen rato. Él, que no puede ver a algún argentino vinculado al fútbol desde que un enajenado y criminal Julián Camino lesionó arteramente a Franco Navarro en ese partido de Buenos Aires en el que solo nos faltaron menos de 10 minutos para clasificar al Mundial México 86. Él, que vitorea a Universitario de Deportes cada vez que hay un partido de la crema, sin ir al estadio, sentado en su carro y escuchando Radio Programas.

Resulta que la 'U' acaba de contratar al argentino Ricardo Gareca como técnico del primer equipo. Veintidós años después de esa gesta en el Monumental de Núñez en la que Navarro resultó el mayor herido de guerra, Gareca aparece en escena. El hombre que nos dejó sin Mundial a poco del final del partido cuando empujó la bola en la valla peruana, irrumpe de golpe en el pálido fútbol nacional. El mismo jugador que Bilardo no llevó a México a pesar de que nos hizo llorar de cólera segundos después de que Pasculi empujara descaradamente a Chirinos y lo introdujera como pelota a la portería del 'Chevo' Acasuso. Ese melenudo con pinta de un tal Christian Suárez de Bozzo es el nuevo entrenador de la crema que mi papá idolatra cada vez que quiere recordarme que yo también fui bautizado crema.

Esta noche le diré a mi padre que un argentino dirigirá a su cuadro. Que un compañero de Camino tendrá la 'U' en el pecho. Que el odioso tipo que le privó de sentirse mundialista por cuarta vez en su vida y abrazarme de alegría hasta fundir su corazón con el mío y hacerlo uno con el latido que debía tener el ritmo de las barras del 'Pecoso' Ramírez, es hoy el responsable de llevar de la mano a Universitario en la lucha por el título del Clausura y por un cupo a alguna copita internacional, siempre importante por más chiquita que esta sea.

Sé que su respuesta será: "¡Nooooooo, no puede ser! Mejor le hubieran dado el equipo a Navarro". Pero estoy seguro de que igual escuchará por radio el partido de este fin de semana en Tacna ante Bolo. Y renegará, apuesto que renegará... Grande, pa', te quiero eh...

Si algún argentino lee esto, por favor disculpe a mi papá, pero busque a Camino para meterlo en cana. Él tiene la culpa de toda esa argentinofobia del señor Luis Silva Soto. Él y Bilardo.

Vean este video y entenderán a mi viejo...