19 de octubre de 2007

Bolsitas salvadoras que matan

Dos semanas y algo más de silencio bloguero es demasiado. Es hora de seguir produciendo Aire (im)puro para aquellos incautos que han decidido respirarlo. A los otros, mil disculpas por contaminarlos. Y hablando de contaminación, cabe preguntarse si el cheque por 300 mil soles que el Estado Peruano le entregó a Judith Rivera, la señora a la que infectaron con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) a través de una transfusion de sangre en el Hospital Daniel Alcides Carrión del Callao, compensa el daño hecho a una mujer que ha visto su vida pender de un hilo de la noche a la mañana y que de ahora en adelante convivirá con la muerte, como uno convive con el aire puro o impuro.

Claro, con ese dinero la vida de los hijos de Judith está asegurada, tal como ella lo dejó entender el día que recibió el cheque, pero con el virus que produce el sida lo que tiene asegurada la señora Rivera es un resto de vida parecido a una agonía anímica perpetua y expuesto, pese a los tratamientos que cohiben al virus, al acecho de una enfermedad mortal tras otra.

Pero qué desgraciada circunstancia lleva a esta situación límite, que se tradujo aún más dramáticamente con la reciente muerte de una bebé de once meses que había sido infectada con el VIH también en una transfusión de sangre en el Hospital Regional Eleazar Guzmán de la ciudad de Chimbote, al norte de Lima. ¿Qué pasa en el sistema de salud peruano que deja la puerta abierta a estas infaustas consecuencias?

De que hay negligencia, la hay. Me atrevó a lanzar una explicación para ello, más movido por la intuición que por la comprobación, pero igual la lanzo. Hace unos días acudí al Hospital Edgardo Rebagliati, uno de los principales de Lima, para donar sangre porque los apuros médicos de un ser querido así lo exigían. Así como yo, había decenas de personas en la sala de espera de la oficina de donaciones. El proceso avanzaba lentamente.

Hasta que llegué a mi primera interlocutora, a la que le entregué la hoja de respuestas en la que hay que ser sincero sobre toda tu vida, especialemente sobre tus enfermedades y tu comportamiento sexual, y a la que le di el dato de la necesitada persona por la que estaba yo parado ahí.

Después de eso esperé de nuevo en la cola hasta que estuve frente a una enfermera que me pinchó la parte superior del dedo medio de la mano derecha y me extrajo una cuatro gotas de sangre que inmediatamente puso, una por una, sobre un vidrio. Repitió esa operación con otras cinco personas más y luego procedió a pintar con reactivos cada gota para comprobar si la sangre extraída era RH+ grupo O, también llamada sangre universal.

Una vez comprobado eso pasé a un cubículo de dos metros por dos para que un señor que no se presentó me preguntara en qué trabajaba y, como la primera enfermera, para quién era la sangre. Luego de que le respondí me pasaron a una sala donde habían unas 18 camillas, todas ocupadas con personas donando, y zas, me incaron el brazo y empecé a llenar mi bolsita de unidad de sangre (450 mililitros). Unos 15 minutos de llenado y listo. A tomar un vaso de leche para recuperar fuerzas -tremendo 'detallazo' del hospital- y chau.

Ya había donado casi medio litro de sangre, igual que las otras 17 personas e igual que las otras decenas de conciudadanos esa mañana, y nadie analizó si mi sangre o la de todas esas caritativas personas (en el hospital juran y rejuran que no dejan entrar a los que venden su sangre) tenía el VIH. Después lo harán, supuse. Y si así es, es probable que las bolsas se confundan, que se mezclen, que se 'traspapelen' o pasen piola. Eso, definitivamente, no es serio, por decir lo menos.

Qué diferencia con relación a aquella desgraciada vez que atropellaron a un tío mío, en mayo de este año. Cuando fui a donar sangre para él en el Hospital de Emegrencia Casimiro Ulloa, otro de los más conocidos de Lima, además de la entrevista de rigor y de las preguntas para responder, igual que en un examen de admisión, me sacaron un buen tubito de sangre que analizaron durante media hora para ver si tenía algo negativo (VIH, sífilis, etc, etc). Claro, cuando la enfermerá me llamó a viva voz para decirme que estaba 'aprobado', fue inevitable suspirar de alivio casi instintivamente. Recién ahí, me acostaron en la camilla, me hincaron y mi sangre empezó a llenar la bolsita recontra segura y libre de virus.

Osea, eso me lleva a pensar que en el Rebagliati se están dando las condiciones para una negligencia, que aceptan toda la sangre que llegue, siempre y cuando sea del grupo adecuado.

Pero la cosa iría más allá. Se sabe que un posible período ventana de un donante, es decir, el período de tiempo que va desde la infección hasta que el VIH se deja ver en la prueba de Elisa (ese tiempo es de seis meses para tener un diagnóstico acertado, dicen los médicos desde hace muchos años), puede ser la diferencia entre la vida y la vida-muerte de las personas a las cuales se les aplica una transfusión.

En otras palabras, ya existen métodos científicos capaces de detectar el virus en ese período ventana. No soy quien para detallarlos porque no soy médico, pero hay algunos galenos que sí los detallan. Lo cierto es que el Gobierno podría meterse la mano al bolsillo para darles uso a esos procedimientos o al menos estudiar su viabilidad. La salud del pueblo no tiene precio. Y, definitivamente, por lo menos se debe aplicar el Elisa en hospitales como el Rebagliati antes de llenar las bolsitas 'salvadoras'.

Nadie merece lo que atraviesa la señora Judith o lo que pasó con la bebé de Chimbote. Nadie. No estaría de más que los familiares de alguien que va a recibir sangre donada exijan el análisis de dicha sangre in situ y antes de la transfusión. Lógicamente, eso ya sería admitir que el sistema estatal de salud es ineficiente. Y parece que lo es.

1 comentario:

Unknown dijo...

puxa lucho, tu testimonio es aterrador (como tú ya sabes qué), la verdad que ir a ese hospital debe dar mas miedo que ir al cementerio el 31 de octubre a las 12 :(