
El interior del aeropuerto ucayalino es bastante parecido al de Iquitos. Uno deja la pista de aterrizaje y entra a un amplio salón cuadrado cuyas paredes están pintadas de crema y tienen por todos lados carteles alusivos a la selva, con fotos inmensas de mujeres de miradas subyugantes y cuerpos de infarto y de árboles y más árboles. Llegaba mandado por el periódico, la visitaba por primera vez y no tardó en darme su tarjeta de presentación. Rápidamente Pucallpa se autopintó delante mío de dos colores: verde y piel.

Como era de esperarse, ni bien crucé el bendito umbral, un emjambre de ávidos choferes me abordaron, todos con los botenes de sus camisas perdidos en el espacio, muy distintos a los míos que parecían alumnos de colegio formados en fila india. Todos sudando menos que yo. Todos con las llaves de sus naves en las manos y todos con ese acento típico de la selva peruana que sube y baja tonos de voz con la facilidad con la que el ojo parpadea.

En ese momento me sentí de otro planeta. En Lima había visto taxi cholos en El Agustino y San Juan de Miraflores, pero ninguno de esos se comparaba al poderoso vehículo del pucallpino. Sencillamente me quedé mudo al ver esa fiera de tres ruedas con cabeza de motocicleta y asiento de combi en el que fácil entraban cuatro personas bien puestas. Y, de pronto, observé que esa máquina no era la única de su especie. Las había por todos lados, adelante, atrás, a la izquierda, a la derecha, de todos los colores y para todos los gustos. A lo mucho tres autos lucían tristes y vacíos en el parqueo del aeropuerto, como lunares en medio de casi cuarenta de esos fascinantes productos de la tecnología popular que contaban con techos de lona bordeado con flecos que son una maravilla contra la lluvia. Tenía que ser un ciego para no reconocerlo: había llegado al planeta de los motocarros.

Con cuatro veces la velocidad de las cucarachitas motorizadas que transitan en Lima por la Riva Agüero y la Pachacútec, la máquina que me había capturado me llevó por una larga y ancha carretera, rodeada de árboles y casas campestres que a la volada parecían estar hechas de bambú y caña, similares a las que en algún momento vi en las afueras de Medellín y Asunción. Ante los 25 grados centígrados nocturnos que ya me habían convertido en un estropajo con anteojos, el viento que chocaba en mi pecho y en mi cara era un placer indescriptible.
Cruzando y adelantando mil y un triciclos gogantes con motor igual que él, el para mi novedoso transporte primero me llevó a la ciudad y, una vez en ella, me llevó a la plaza principal, pero a medida que girábamos en las calles comprendí que esas fotos inmensas que había en el salón del aeropuerto no me habían engañado. Como si hubiera caído en el reino de las amazonas amigas de Tarzán, estaba en la tierra de las piernas torneadas, de las sandalias que se esconden en pies coquetos, de las minifaldas, de las espaldas desnudas y divididas en el centro apenas por un par de tímidos tirantes, de las sonrisas que hablan, del estrógeno andante.
Cruzando y adelantando mil y un triciclos gogantes con motor igual que él, el para mi novedoso transporte primero me llevó a la ciudad y, una vez en ella, me llevó a la plaza principal, pero a medida que girábamos en las calles comprendí que esas fotos inmensas que había en el salón del aeropuerto no me habían engañado. Como si hubiera caído en el reino de las amazonas amigas de Tarzán, estaba en la tierra de las piernas torneadas, de las sandalias que se esconden en pies coquetos, de las minifaldas, de las espaldas desnudas y divididas en el centro apenas por un par de tímidos tirantes, de las sonrisas que hablan, del estrógeno andante.
Yo no las buscaba con la mirada, ellas, osadas adolescentes, señoritas estudiantes y señoras con sus pequeños hijos, aparecían cada tres metros, brotaban imparables de la acera, de cada esquina, de cada puerta, de cada motocarro, de cada motocicleta. Qué tal prueba para los casados, pensé, como un acto instintivo de defensa ante el ataque de las musas de la selva, como una tangencial forma de recordar mi condición de casado. No te preocupes, Carol, pasé la prueba.

Las gotas gordas de lluvia se habían extinguido, pero igual mi camisa manga larga estaba empapada y gotas delgadas y pequeñas se deslizaban desde mi frente rumbo a mis mejillas. La máquina poderosa me dejó en la puerta de El Virrey, un hotel barato y decente ubicado a unas tres cuadras en 'L' desde la Plaza de Armas. Crucé el bendito umbral y lo único que quería era ahorrarme las preguntas de ley y el llenado de la ficha correspondiente y que me dieran la llave de mi habitación, no me importaba cuál. Necesitaba una ducha bien fría, pero ya. Hielo, por favor, hielo, por piedad.
6 comentarios:
bien luchito, eres un mártir, que tal fuerza de voluntad... los solteros tendremos que ir por allá para dejar bien en alto el nombre de el comercio, je
Hey que tal Hazaña!!!! los lentes debieron quedarte como la gelatina que dejan mis hijos despues de BABOSEARLA por casi 2 horas en sus vasos, viendo su video favorito (los Cars), mucho cuidado con los que miras mi estimado Luchito que si miras, todas las mañanas el otro lado de tu cama, encontraras de seguro cosas mejores de las que puedes ver en todo lima ..... :)
Buena luchito asi tiene que ser.. pero como mirar no es pecado comparte las fotos que tomaste!!!
Tremendo arriola!!!! Me vas a venir con vainas!!!! Seguro que corriste al hotel no solo pa bañarte sino también pa volar cometa!!!!
Así que "estrógenos andantes"... no seas tan pendejo!!! Si mi tío Marco Aurelio te leyera... seguro le da un infarto!!!!
Me olvidé el posdata:
CBS: las flacas de las fotos están bien patonas... ¿Seguro que Carol te ha dado permiso de escribir este blog?
Luchi, en la quincena me voy a para allá. Tendré que pasar por tu sitio para que me des más detalles de cómo es la nuez. Buen blog y mejor post.
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